De la encomienda al recuerdo: la Orden de Alcántara y su huella en la historia de España
Ad salutem animarum et defensionem fidei orthodoxae vos divinitus electos esse recognoscimus.
Gregorio IX, Religiosam vitam, 1235
Señoras y señores,
En el corazón de la raya extremeña, donde la piedra se hace puente y la historia se hace frontera, resuena con fuerza un nombre cargado de sentido: Alcántara.
Hoy les invito a recorrer un trayecto que va de la encomienda al recuerdo: un camino institucional y espiritual, en el que la Orden de Alcántara aparece no sólo como una estructura de poder o una forma de religiosidad, sino como un reflejo de la evolución profunda de los reinos peninsulares.
Esta orden nació en un tiempo de tensiones fronterizas, de consolidación territorial, de reformulación de identidades y lealtades. Desde sus orígenes como Orden de San Julián del Pereiro, asentada en tierras aún inciertas, hasta su establecimiento definitivo en la villa de Alcántara a comienzos del siglo XIII, sus miembros encarnaron una vocación que era a la vez espiritual, militar y política.
A lo largo de los siglos, la Orden se convirtió en una de las grandes instituciones nobiliarias y religiosas del occidente peninsular. Monjes guerreros bajo la regla del Císter, señores de vastos territorios, defensores de una fe en expansión, pero también hombres profundamente insertos en las redes sociales, económicas y cortesanas de su tiempo.
Su historia es, en muchos sentidos, la historia misma de la formación de España: desde la pugna por el control del suelo peninsular hasta la construcción de una monarquía fuerte que absorbió su maestrazgo; desde el poder territorial a la memoria simbólica.
Hoy, en este espacio de encuentro, queremos recordar y comprender esa trayectoria. No con nostalgia vacía, sino con la convicción de que el pasado explica muchos de los hilos que aún sostienen nuestro presente.
Comencemos, pues, este viaje al corazón de una orden, y con ella, al corazón de nuestra historia.
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La cruz frordelisada de sinople, símbolo de la Orden de Alcántara |
1. Contexto geopolítico
Nos encontramos en plena fase de presión sobre la Transierra leonesa, esa vasta franja entre el Duero y el Tajo que era a la vez frontera y objetivo, tierra de disputas y de asentamientos efímeros. En estas tierras, aún poco organizadas y constantemente expuestas al peligro, se hacía necesario un tipo de defensa permanente, estructurada, pero también con vocación espiritual.
El Reino de León, bajo Fernando II primero y luego Alfonso IX, competía no solo con los enemigos del sur, sino también con su vecino castellano. Las tensiones entre León y Castilla eran frecuentes, y a menudo se superponían a las guerras contra almorávides y almohades, sucesivas potencias musulmanas que intentaban resistir el avance cristiano con campañas tan devastadoras como la de Alarcos en 1195.
Es en este horizonte inestable, entre la amenaza almohade y la rivalidad intercristiana, donde toma cuerpo una milicia que no sólo resistirá, sino que dejará una impronta profunda en la historia del occidente peninsular.
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Alfonso IX de León en una miniatura del Tumbo A de la Catedral de Santiago de Compostela |
2. Nacimiento de una orden fronteriza
Su origen se remonta a la segunda mitad del siglo XII, en un lugar apartado y austero: San Julián del Pereiro, en tierras de Galicia o León, según distintas fuentes. Allí surgió una pequeña comunidad de caballeros con vida religiosa que, guiados por el ideal de servicio a Dios mediante las armas y la oración, buscaban proteger y asegurar las rutas y aldeas en regiones aún inestables.
No eran aún una orden plenamente constituida ni gozaban de aprobación pontificia. Eran, más bien, un grupo devoto de guerreros que comenzaban a estructurarse con cierto carácter monástico, inspirados por modelos ya consolidados como los Templarios o los Hospitalarios.
Con esta donación, la antigua milicia de San Julián recibe no solo una sede, sino una identidad definitiva. A partir de entonces, adoptarán el nombre de Orden de Alcántara, y comenzarán un proceso de institucionalización que culminará en 1214 con el reconocimiento papal de Inocencio III, y más tarde en 1235 con la aprobación de su regla monástica por Gregorio IX, bajo la observancia cisterciense.
Así nacía, ya con plena personalidad jurídica y eclesial, una orden militar que unía la mística del monasterio con la crudeza del combate, y que muy pronto se convertiría en uno de los principales actores de la frontera peninsular.
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Brozas, encomienda mayor de la Orden de Alcántara |
3. La encomienda: poder, fe y territorio
La encomienda no era simplemente una unidad económica o una propiedad rural. Era un centro de poder, un foco de gestión espiritual, militar y señorial. Bajo la autoridad de un comendador, solía agrupar tierras, aldeas, rentas, derechos jurisdiccionales y religiosos. Allí se impartía justicia, se controlaba el trabajo agrícola, se recaudaban impuestos y se administraban bienes a la vez que se mantenía una vida comunitaria marcada por la regla monástica.
Entre las más destacadas podemos mencionar la encomienda de Zalamea, la de Valencia de Alcántara, la de Brozas, la de Capilla o la de Benavente, cada una con funciones y riquezas propias. Alcántara, como sede, era el centro neurálgico: no sólo un lugar simbólico, sino un auténtico núcleo administrativo y espiritual.
Pero no debemos olvidar que la encomienda también era un instrumento de poder nobiliario. Muchas familias buscaron ingresar en la Orden no sólo por devoción, sino también por prestigio, influencia o la expectativa de renta. Así, la Orden de Alcántara se convirtió en un actor político de primer orden, presente en cortes, alianzas, conflictos sucesorios y tensiones entre nobleza y monarquía.
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Sacro Conventual de San Benito de Alcántara, sede del maestrazgo de la Orden |
4. La Orden en su esplendor
En el plano militar, la Orden tuvo un papel destacado en las campañas que aseguraron el control sobre Extremadura y zonas limítrofes, y en la vigilancia permanente del Tajo. No se trataba sólo de combatir, sino de mantener una presencia activa y permanente en tierras inestables, levantando fortalezas, defendiendo pasos naturales, asegurando rutas.
La sede de Alcántara albergaba una casa-convento, en la que se vivía según esa regla, aunque con adaptaciones inevitables a la vida militar. Esta dimensión religiosa distinguía a los caballeros de la Orden de los simples soldados, elevando su vocación a la categoría de militia Christi, soldados de Cristo.
Políticamente, la Orden participaba en las Cortes del Reino de León y más tarde en las de Castilla. Tenía capacidad para influir en decisiones regias, gestionar señoríos autónomos, negociar privilegios. El maestre no era solo un superior espiritual, sino un gran señor feudal, con interlocución directa ante el rey y el papa.
No faltaron, en esta época de esplendor, tensiones internas, disputas por el maestrazgo e incluso intromisiones externas. Pero a pesar de ello, la institución resistió y se fortaleció, convirtiéndose en una vía de promoción social para la baja nobleza, que hallaba en la Orden prestigio, disciplina y posibilidades de influencia.
En suma, el siglo XIV y buena parte del XV representan la edad dorada de la Orden de Alcántara: un tiempo en que la frontera ya se había estabilizado y la Orden, lejos de desaparecer, supo reconvertirse en actor político y terrateniente, sin abandonar del todo su ideal originario de fe armada.
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Retrato de Frey Pedro de Acuña de la Colección Lázaro Galdiano |
5. Espiritualidad, organización y poder: la vida interna de la Orden de Alcántara
La Orden adoptó en 1235 la Regla del Císter, confirmada por el papa Gregorio IX. Esto significaba que sus caballeros profesaban votos monásticos —castidad, obediencia y pobreza— y debían llevar una vida de oración comunitaria, trabajo y recogimiento, dentro de los límites que permitía su vocación militar.
El equilibrio entre la vida religiosa y la función castrense fue siempre delicado. Los freires estaban obligados a la oración litúrgica diaria, al rezo del oficio divino, a la asistencia a la misa conventual, al uso de hábito blanco con cruz verde, y a una cierta estabilidad de vida. Pero a la vez debían estar listos para montar a caballo y acudir al combate en cuanto fuese necesario. Esta tensión entre la regla y la frontera marcó el carácter espiritual de Alcántara.
La organización de la Orden estaba presidida por el maestre, máxima autoridad espiritual, militar y política. Era elegido por el capítulo general entre los freires, aunque en la práctica muchas veces la elección respondía a influencias externas. Bajo él se encontraban:
La extensión territorial de la Orden era notable. Alcanzó su máxima amplitud entre los siglos XIII y XV. Su dominio se concentraba especialmente en:
- Extremadura: Alcántara, Brozas, Valencia de Alcántara, Capilla, Zalamea, entre otras;
- Castilla y León: zonas de Salamanca, Ávila y Zamora;
- Andalucía occidental: algunas posesiones en Córdoba y Sevilla;
El conjunto de estas posesiones se organizaba en encomiendas, que funcionaban como núcleos administrativos, productivos y jurisdiccionales. Cada encomienda tenía tierras cultivables, aldeas, rentas, molinos, ganados, diezmos, y podía imponer tributos y justicia en su territorio.
La economía de la Orden se sustentaba principalmente en:
- la renta agraria (cereales, vid, olivo);
Esta capacidad económica no sólo financiaba su actividad militar y religiosa, sino que consolidaba su influencia política en la región. La Orden de Alcántara actuaba, en la práctica, como un poder paralelo al del rey, con capacidad para mantener ejércitos, fortificar villas, negociar directamente con la Santa Sede y promover alianzas nobiliarias.
En su conjunto, era una institución compleja: a la vez monasterio y castillo, convento y señorío, oración y espada. Esta dualidad es la que explica su longevidad y también sus contradicciones, sobre todo cuando el contexto dejó de justificar su función militar.
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Antonio de Nebrija impartiendo una clase de gramática en presencia de Juan de Zúñiga y Pimentel. Introducciones Latinae, 1486. Biblioteca Nacional. Madrid. |
6. De la crisis a la incorporación a la Corona
Ninguna institución, por sólida que parezca, escapa al desgaste del tiempo. A partir del siglo XV, la Orden de Alcántara comienza a mostrar signos de debilitamiento estructural y tensiones internas. La causa no es tanto la pérdida de territorio como el cambio profundo en las relaciones de poder peninsulares.
Por un lado, los reinos cristianos han consolidado sus dominios y la amenaza exterior se reduce. La necesidad de órdenes militares como cuerpos armados autónomos empieza a ser percibida como una anomalía dentro del proceso de centralización monárquica.
Por otro, las luchas por el maestrazgo se intensifican: distintas facciones nobiliarias intentan controlar la Orden para usarla como palanca de poder. Estas disputas, muchas veces violentas, debilitan la unidad interna y permiten que la Corona intervenga progresivamente.
Las tensiones por el control del maestrazgo de Alcántara no fueron simples disputas internas: dieron lugar a auténticas guerras civiles regionales, especialmente cruentas en Extremadura, donde la Orden tenía sus principales señoríos.
Durante los siglos XIV y XV, el maestrazgo se convirtió en objeto de ambición por parte de la alta nobleza, pero también de la monarquía, que deseaba someter a su control a estas órdenes dotadas de recursos militares, rentas territoriales y capacidad de influencia.
Uno de los momentos más críticos se produce en el contexto del conflicto entre Juan II de Castilla y la nobleza levantisca encabezada por Álvaro de Luna. En ese periodo, el maestrazgo de Alcántara fue disputado por varias facciones, con enfrentamientos armados en los señoríos de la Orden. La figura del maestre Gómez de Cáceres, vinculado a los intereses de la Corona, se enfrentó a otros pretendientes apoyados por linajes poderosos de la región.
El conflicto se agrava aún más tras la muerte de Enrique IV, cuando la Guerra de Sucesión Castellana (1474–1479) entre los partidarios de Juana la Beltraneja y los de Isabel la Católica repercute de lleno en la Orden. Cada bando intenta controlar el maestrazgo de Alcántara como una base de poder militar y económico. Extremadura se divide en banderías, con villas enfrentadas, castillos sitiados y encomiendas devastadas.
En este contexto, emerge la figura de Juan de Zúñiga y Pimentel, último gran maestre independiente de la Orden. Hijo del Condestable de Castilla y educado en la corte de Isabel, fue una figura bisagra: inicialmente partidario de Juana, acabó pactando con los Reyes Católicos, quienes lo confirmaron como maestre a cambio de su fidelidad.
Este proceso alcanza su punto culminante con los Reyes Católicos, quienes, en su proyecto de reforma institucional y afirmación del poder real, intervienen decisivamente en las órdenes militares. El 21 de diciembre de 1494, tras la muerte del maestre Juan de Zúñiga, los Reyes Católicos obtienen del Papa Alejandro VI la bula Eximiae Devotionis con la que consiguen la administración perpetua del maestrazgo de Alcántara, uniéndolo de hecho —y poco después de derecho— a la Corona de Castilla.
Con este acto, la Orden pierde su independencia efectiva: ya no elegirá libremente a su maestre, ni podrá actuar con autonomía militar o política. El rey pasará a ser su administrador, y sus bienes quedarán bajo supervisión real.
A partir de entonces, la Orden entra en una nueva etapa: deja de ser una milicia activa y se convierte en una institución honorífica y patrimonial. Sus encomiendas subsisten, pero los freires son pocos, su función militar desaparece, y el ingreso en la Orden se convierte en un signo de distinción nobiliaria más que en un compromiso religioso o castrense.
La incorporación del maestrazgo a la Corona representa un punto de inflexión: es el fin de la Orden como cuerpo autónomo de poder, pero también el inicio de su sobrevivencia simbólica, como orden de mérito vinculada a la nobleza y a la memoria del pasado.
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Estatua de Nicolás de Ovando en Santo Domingo (República Dominicana) |
7. De Alcántara al Nuevo Mundo: Frey Nicolás de Ovando y la encomienda americana
Nacido en Brozas (Cáceres), de familia noble, freire profeso de la Orden de Alcántara, Ovando fue nombrado por los Reyes Católicos Gobernador y Capitán General de las Indias en 1501, con la misión de restaurar el orden tras la gestión errática de Francisco de Bobadilla. Su llegada supuso un cambio de paradigma en la administración de los nuevos territorios.
En el Nuevo Mundo, la encomienda se convirtió en una unidad productiva y de control social, por la cual un encomendero recibía el derecho a exigir trabajo y tributo de un grupo de indígenas, a cambio de su cristianización y protección. Era un sistema que, si bien se justificaba religiosamente, reproducía en gran medida relaciones de dominio señorial heredadas de la Península, adaptadas al contexto colonial.
Ovando implantó estas estructuras con eficiencia implacable. Fundó ciudades, organizó el reparto de tierras, impulsó la explotación minera y agrícola, y organizó una red de poder territorial inspirada en la lógica de las encomiendas peninsulares, aunque desligada de su componente religioso institucional.
Su gobierno fue el más largo de toda la etapa colonial temprana (1502–1509) y sentó las bases del modelo económico y administrativo que regirá en Indias durante buena parte del siglo XVI. No sin razón, muchos lo consideran el verdadero arquitecto de la colonización organizada.
Así, la figura de Frey Nicolás de Ovando representa una prolongación y adaptación ultramarina del modelo de poder territorial heredado de la Orden de Alcántara: una continuidad entre el dominio señorial castellano y el sistema colonial americano, entre la encomienda como centro de espiritualidad y la encomienda como instrumento económico y de control.
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Retrato del mariscal Martín de Mayorga, caballero de Alcántara |
6. De orden religiosa a memoria secular: transformaciones y rupturas
Tras la unión del maestrazgo a la Corona en 1494, la Orden de Alcántara inicia una larga etapa de transformación institucional que la llevará, entre los siglos XVI y XX, a convertirse en una estructura esencialmente civil, honorífica y simbólica, profundamente desvinculada de su origen monástico-militar.
Uno de los primeros signos de esa transformación fue la apertura del hábito a miembros laicos, es decir, caballeros casados, que no hacían votos religiosos ni residían en comunidad. A partir del siglo XVI, bajo la autoridad de los reyes, se fue institucionalizando esta figura del freire laico u honorario, cuya admisión respondía más al linaje, al servicio político o al favor real que a la vocación espiritual.
A diferencia de la Orden de Santiago, que contó con conventos femeninos, la Orden de Alcántara no tuvo una rama femenina institucionalizada. No se conocen casas de monjas ni profesiones femeninas bajo su regla. Las mujeres estuvieron presentes como esposas de caballeros o benefactoras, pero no como miembros propiamente dichos.
A lo largo del Antiguo Régimen, la Orden conservó sus bienes y su red de encomiendas, pero cada vez más distanciada de su propósito fundacional. Su función militar desapareció por completo, y su dimensión espiritual quedó reducida a fórmulas de devoción privada y al patrocinio de capellanías. Lo que persistía con fuerza era su peso económico y su papel como vía de promoción nobiliaria.
Esa situación se quebró con la llegada del siglo XIX. La desamortización de Mendizábal (1836–1837) supuso un golpe devastador: la mayoría de las propiedades de la Orden fueron confiscadas y vendidas por el Estado. Este proceso fue vivido con especial dramatismo en lugares como Capilla, una de las encomiendas históricas más antiguas, cuya pérdida generó desarraigo, litigios y ruptura de la continuidad patrimonial.
Durante la Primera República y de nuevo en la Segunda República, la Orden de Alcántara fue formalmente abolida como institución pública. Se suprimieron sus órganos administrativos y cualquier reconocimiento jurídico. En términos oficiales, la Orden dejó de existir.
Tras la Guerra Civil, el régimen franquista permitió una cierta continuidad simbólica, y ya con la instauración de la monarquía y, a partir de los años 80, Juan de Borbón y Battenberg, conde de Barcelona, presidió un refundado Real Consejo de las Órdenes Militares, órgano consultivo destinado a conservar su memoria, coordinar actividades honoríficas y administrar los hábitos concedidos.
Le sucedió como presidente el Infante Carlos de Borbón-Dos Sicilias y borbón-Parma, y actualmente ocupa la presidencia su hijo, Pedro de Borbón-Dos Sicilias y Orleans quien mantiene activa la vida protocolaria del Consejo.
En un gesto de altísimo valor simbólico, el actual Presidente del Consejo de Órdenes fue armado caballero de la Orden de Alcántara en el propio Conventual de San Benito, sede histórica de la Orden, en la única investidura en la villa de Alcántara desde la desamortización del siglo XIX, testimonio del vínculo persistente entre la memoria histórica y las instituciones herederas de ésta.
A pesar de no contar con reconocimiento canónico por parte de la Santa Sede —debido a desencuentros doctrinales y jurídicos entre el Reino de España y la Santa Sede en los años 70 sobre la autoridad en materia de órdenes militare—, la Orden de Alcántara subsiste hoy, al igual que las otras tres órdenes militares, como una asociación civil -estrechamente ligada a la Corona española- que se considera heredera moral de la antigua orden de caballería de derecho pontificio. Podría decirse que hoy es un selecto club reservado a hijos de miembros con fines benéficos y culturales.
La antigua orden militar no ha desaparecido del imaginario ni de la cultura: subsiste como emblema, como rito, como linaje y como símbolo, ligado a la historia profunda de España y a la memoria caballeresca de la frontera.
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Pedro de Borbón-Dos Sicilias, presidente del Real Consejo de Órdenes |
La historia de la Orden de Alcántara no terminó con su disolución jurídica ni con la pérdida de sus bienes. Su legado pervive y se proyecta, visible en la piedra, en los archivos, en las cocinas, en los símbolos y en la conciencia histórica de toda una región.
En el corazón de esa memoria está, por supuesto, la villa de Alcántara, con su monumental Sacro Conventual de San Benito, sede histórica de la Orden, joya del gótico tardío y del Renacimiento extremeño, restaurado tras la ruina post-desamortización. Pero el patrimonio de la Orden no se limita a Alcántara. En la provincia de Cáceres, destacan:
- la iglesia parroquial de Brozas, antigua sede de encomienda, con escudos de la cruz verde en piedra y retablos patrocinados por comendadores;
- la iglesia de Santiago de Valencia de Alcántara, vinculada al poder jurisdiccional de la Orden en la raya;
- el castillo e iglesia de Zarza la Mayor, enclave estratégico controlado por Alcántara en el siglo XV.
En Badajoz, la huella es igualmente profunda:
La memoria genealógica sigue viva en los archivos de órdenes, casas nobiliarias, y en el Real Consejo de Órdenes. La cruz de Alcántara figura aún en expedientes, blasones, hábitos familiares y estudios heráldicos. La historia de la nobleza española no puede contarse sin la Orden de Alcántara.
Pero hay otra herencia más inesperada y deliciosa: la culinaria. La Orden poseía un recetario conventual y señorial, que fue robado por las tropas francesas durante la Guerra de la Independencia, probablemente en el Conventual de San Benito. Este manuscrito, citado en fuentes de archivo, recogía recetas de platos elaborados en ocasiones festivas o de campaña. Entre ellos el consomé, el foie y el bacalao o las perdices a la moda de Alcántara.
Esta cocina, mezcla de lo monástico, lo señorial y lo rural, era parte del universo cotidiano de la Orden, tanto como la oración y la lanza.
Esa misma orden, con el tiempo, tendría una prolongación en Brasil, donde fue conocida como Orden de Avís de Brasil.
La Orden ha pasado de la encomienda al recuerdo, pero su legado —espiritual, cultural, simbólico— sigue latiendo en nuestra historia.
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El Castillo de Azagala, sede que fue de una encomienda de Alcántara |
8. Conclusiones: de la encomienda al recuerdo
La historia de la Orden de Alcántara es la historia de una institución viva, que nació en la frontera y evolucionó junto con los cambios políticos, sociales y espirituales que marcaron el devenir de la Península Ibérica.
Fue en su origen una milicia espiritual, forjada bajo la cruz del Císter y al filo de la espada, comprometida con la defensa de los territorios emergentes del occidente peninsular. Y con el paso del tiempo, se convirtió en una red de poder señorial, con un peso inmenso en la articulación territorial, nobiliaria y económica de Castilla y León, Extremadura y Andalucía.
Alcántara fue, y sigue siendo, más que una institución. Fue un modo de entender la relación entre fe y poder, entre territorio y misión, entre nobleza y servicio. Su evolución —desde la lucha armada al reconocimiento simbólico, desde el convento al recuerdo— nos habla también de la historia de España, en sus luces y en sus sombras.
Porque en el recuerdo de la encomienda —y en la encomienda del recuerdo— se cifra aún una parte esencial de nuestra identidad y de nuestra memoria histórica.
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Puente de Alcántara sobre el Tajo |
Bibliografía
Obras generales y de contexto
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Fuentes documentales y archivos
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Cartel de las XII Jornadas Puente Romano de Alcántara